Es la hora de la siesta, pero en el patio de una casa del barrio Felipe Botta, en Villa María, la palabra está a punto de levantarse enérgica como vendaval. Vinimos hasta aquí con dos de mis compañeras del proyecto de extensión universitaria Sacar la voz, un taller que en realidad es una excusa para encontrarnos con mujeres de sectores populares y generar un espacio de contención, diálogo y escucha.
La casa en la que nos reunimos pertenece a Karina, nexo esencial entre nosotras, las chicas de la universidad, como nos dice ella, y el resto de las mujeres del barrio que asisten al taller. En este pequeño rincón del planeta Karina es como la madre de todas. Desde hace algunos años, y después de afrontar situaciones adversas con la ayuda de las Hermanas Adoratrices de Córdoba, Karina decidió que deseaba hacer lo mismo con aquellas que la necesitaran brindándoles su apoyo.
Comenzó mirando a las que tenía cerca en el barrio, las que eran sus amigas, las que no tanto y a las que fue conociendo o se acercaron y la conocieron a ella antes por el boca en boca. Con el tiempo inició una cooperativa que ahora funciona también en su casa y nuclea cerca de una decena de mujeres de los barrios Botta y San Nicolás que trabajan en la producción y elaboración de panes y pre-pizzas. A veces también fabrican flores de goma eva que, según nos cuenta, son el regalo más vendido para fechas como el Día de la Madre o el Día de la Mujer.
La primera vez que llegamos a su casa, a modo de presentación Karina nos mostró con pocas palabras y verdadero orgullo a la estrella de su cocina, el horno eléctrico de la cooperativa. En un simple gesto nos introdujo a su vida y a las vidas de las demás, y así de transparente, íntima y cercana nos recibió desde el inicio.
Decidió que estaba bien entonces sentarnos en su patio y generar charlas sobre la maternidad, el trabajo y las violencias de hombres hacia mujeres en las dos horas que durase el taller, hiciese frío o brillara el sol. Y aunque al principio a algunas les costó más que a otras encontrar formas de sacar la voz, sólo hizo falta tiempo para que las historias hicieran lo que mejor saben hacer: ser contadas.
La propuesta para el taller de esta tarde es bordar. Las que vinieron hoy, Karina, Natalia, Gabriela y Yanina, se miran entre sí y entre risas dicen cosas como “¡Oh, nos van a hacer trabajar acá también!”, “Uy, y yo que venía a descansar”. Les contamos entonces que se trata de una actividad perteneciente al proyecto colectivo Dora Morgen, de la artista plástica Analía Gaguín.
Cuando a Analía se le ocurrió la idea del bordado de frases machistas en pañuelos de hombres, corría el año 2016 y faltaba poco para que tuviera lugar la segunda marcha por el Ni Una Menos a nivel nacional. “En las redes sociales había como una ebullición de violencias, denuncias y necesidad de decir. Sentía entonces que no estaba tan presente el arte como dispositivo, hasta que un día, y porque hago arte textil, visualicé algo, los pañuelos blancos bordados en rojo”, me comenta Analía en una entrevista para la Secretaría de Comunicación Institucional de la Universidad Nacional de Villa María.
En las redes sociales había como una ebullición de violencias, denuncias y necesidad de decir. Sentía entonces que no estaba tan presente el arte como dispositivo, hasta que un día, y porque hago arte textil, visualicé algo, los pañuelos blancos bordados en rojo.
Analía Gaguín, docente de arte y artista visual
Con esa imagen que acababa de irrumpir en su mente, cuenta que lo primero que hizo fue convocar a sus mujeres más cercanas y a algunos varones que en principio se sumaron a bordar. De ese encuentro inicial participaron 50 personas, pero a sólo diez días para la segunda marcha Analía ya tenía consigo 300 pañuelos bordados con hilo rojo.
“Con esos pañuelos fuimos a la marcha y envolvimos el Congreso de la Nación”, agrega Analía y relata que cuando el proyecto se fue expandiendo hacia otros grupos de mujeres, empezaron a llegarle pañuelos desde el interior y cada vez más cartas, audios e historias. “En ese momento sentí la necesidad de darle a la idea la forma de un colectivo de suma de pañuelos, relatos y visibilización, y de ponerle entonces un nombre, que es el de mi mamá, en una especie de homenaje”, explica.
Analía tenía sólo dos años cuando su madre, Dora Morgenlender, fue víctima de una mala praxis ginecológica que la tuvo 16 años en estado vegetativo antes de fallecer. Volver a conectarse con esa parte de su historia a través de este proyecto de arte colectivo le permitió a Analía crearse su propio refugio de reparación, uno que ahora comparte con cientos de mujeres.
Conforme se funde el patio en el espesor tarde, la idea parece empezar a agradarles a las mujeres del taller.
Karina se retira un momento hacia el interior de su casa. Camina con cierta lentitud hoy, como si estuviera más reflexiva de lo habitual. Regresa con sus anteojos para leer puestos y una gorra sobre la cabeza y nos dice que ya sabe qué frase bordar, a diferencia de Yanina que es la primera en decir que no se le ocurre ninguna idea. “No puedo. Yo dejo todo en el pasado y ya está, después no me queda nada más para decir”, explica y nos mira con el mentón apoyado en una de sus manos, como si nada fuera a sacarla de ese estado de negación.
“Hija de puta, eso voy a poner. Los tipos siempre nos dicen así, ¿o no?: ¡hija de puta, no podés ser tan hija de puta!”, exclama Gabriela, imitando una voz masculina. Todas asentimos mientras le enseño el punto de bordado hacia atrás. Lo aprende rápido, al igual que yo hace pocos meses cuando me lo enseñó una amiga.
Sobre esto, Analía me cuenta que aunque el bordado sea su lenguaje textil, la decisión de hacerlo protagonista de su propuesta se debe a que le parece una práctica inclusiva. “Descubrí que el bordado es algo que sabemos todas, y si no lo sabemos lo incorporamos, lo que me permite bordar pañuelos con mujeres de cualquier clase y de cualquier situación social”, comenta, y enfatiza: “eso registra que hay un saber previo que todas tenemos y que ahora está bueno ponerlo en forma de denuncia, para revalorizar esta práctica que estaba en un lugar doméstico y callado, y usarla en clave de denuncia social”.
Yanina ahora pide una aguja y que alguien le enseñe “cómo se hace eso de bordar”. Dice que ya se acordó de una frase y la pronuncia en voz alta: siempre serás mi mujer. “Me lo dijo el papá de mi hijo de 12 años cuando nos separamos”, dice y se ríe.
¿Es la risa una contradicción en este momento? Pienso mientras también bordo mi frase, la que me dijo mi primer padrastro a los cinco años: tu mamá me va a creer a mí más que a vos. Lo recuerdo todavía: su cabello negro siempre peinado con ese gel de pote transparente y tapa azul. Un par de canas desparramadas. Esa parsimonia para hablar. La actitud sigilosa. Su panza brotando sobre las camisas siempre bien planchadas por mi mamá.
Pasa un rato y también estoy riendo. Nos reímos todas, creo que de nosotras mismas, por lo principiantes que somos en dar puntada con hilo, y porque la risa parece ser una forma amable de afrontar el dolor. “Me está saliendo igual que como estaciono el auto: dejando mucho espacio”, dice Gabriela, refiriéndose a lo distanciados que se encuentran sus puntos de bordado unos de otros. Todas estallamos de risa otra vez.
Esto es algo que le comento a Analía: lo poco extraña que resulta la risa combinada con el bordado de esas frases. Analía me dice que “hay algo”, y parece que tampoco puede explicarlo demasiado, como si se tratara de una especie de magia curandera que obra allí mientras bordamos. “Algo del dispositivo habilita no sólo la palabra, sino también el llanto y la risa”, continúa.
“Cuando una saca eso que pensaba que no recordaba, siente un alivio enorme. Y creo que está vinculado a esto de sacarnos un peso que no nos corresponde. El bordado de pañuelos hace eso, habilita que una parte de nuestra historia se destrabe”.
“Al principio muchas creen que no saben qué van a bordar, y otras creen que van a llenar una sábana. La sorpresa más grande es con las que piensan que no saben qué van a bordar y lo descubren cuando sus cuerpos empiezan a sacar esas capas en las que tenían guardado un dolor, o encapsulado un recuerdo”, me cuenta.
Las observo a todas bordando y les tomo algunas fotografías con el celular. En una quedó Yanina elevando la aguja enhebrada, justo unos segundos antes de adentrarla en la tela. Está muy atenta ahora y se la percibe satisfecha, como si esbozara una sonrisa en su interior.
Natalia que está sentada al lado de Karina, su mamá, se ríe de los chistes que hacen todas y borda un ¿quién te va a dar bola, si sos una puta?, pero nos dice que no quiere contar de “dónde viene” esa frase, porque nunca le gustó “hablar delante de la gente”. En ese momento llega Anabela. Natalia le explica la propuesta de hoy y casi inmediatamente Anabela comienza a bordar la sentencia sin mí no sos nadie. Como si no hubiera necesitado siquiera pensarla. Como si ya se hubiera acostumbrado a tenerla ahí, ardiéndole como los últimos carbones de un fuego que tarda en apagarse.
Karina permanece absorta en su quehacer. Recordó cómo solía bordar hace unos años atrás, y su punto no es de los más sencillos, es uno entrelazado, todo meticuloso y prolijo. También celebra las ocurrencias de las demás, pero sin levantar la vista.
Le preguntamos qué frase está bordando, porque de lejos se nota la extensión de lo que previamente escribió con lápiz sobre el pañuelo. “Si me deja mato a tu abuelo y a la vieja culiada a tu mama”, nos muestra, y leemos la frase toda escrita en mayúsculas, sin comas, sin pausas, ni acentos, como arrojada a la tela blanca desde algún lugar profundo y ajeno a ella. Que no se entiende, que está mal escrito, dice una de las mujeres. “Yo lo puse tal cual me lo dijo, y él hablaba así, mal”, responde Karina. Al rato, sin darnos cuenta todas atinamos a lo mismo, a volver sobre su pañuelo para leerlo una vez más. Ahora casi podemos escuchar la voz de ese hombre y algo cambia en un instante. Ya no hay plantas en el patio de Karina porque dejamos de estar ahí. Estamos en otra parte, con él, que nos mira furioso y ebrio gritándonos: si me dejás mato a tu abuelo y a la vieja culiada de tu mamá.
“No va a terminar más de bordar la Kari”, se escucha que finalmente alguien dice, y volvemos a reír.
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Analía Gaguín es docente de arte y artista visual. También trabaja como escenógrafa teatral. En mayo del 2016 creó el colectivo de bordado Dora Morgen en homenaje a su madre.
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7 de mayo de 2020